A diferencia de otros días, ese viernes de cuaresma, mi vecino amaneció con ganas de morirse, ya no pretendía matarse, su cobardía no le permitía pensar en el suicidio, en asesinar a una persona tan productiva y especial como él mismo.
Durante años buscó la manera de suicidarse, sin obtener éxito alguno, lo intentó tomando pastillas, comida descompuesta, metiéndose sobredosis de todo lo habido y por haber, tomando alcohol, tinher y aguarrás, cortándose las venas, aventándose a los camiones y arrojándose de los puentes peatonales de la ciudad. Siempre terminó con rasguños, raspones, moretones, fracturas, dolores, cicatrices y uno que otro insulto por parte de su familia. Está situación tan complicada lo hizo sentir cada vez más inútil y estúpido.
Era tan tonto que siempre pensó que sus métodos de flagelación y muerte eran los más efectivos, hasta que los comprobó. Intentó leer un manual para suicidas escrito por un experimentado muerto. Su mala suerte era tanta que nunca lo asaltaron a pesar de traer dinero y "vestir bien". Siempre transitó por las zonas de tolerancia, con vehículos de lujo y accesorios muy finos. Los borrachos jamás lo ofendieron y las prostitutas le tuvieron tanto amor que se abstuvieron de contagiarlo con sus sinuosas artes y malas mañas.
Ninguna persona quiso vivir con él, quizá por temor a que ese pobre hombre sufriera más con una carga emocional incomprensible como lo es una pareja o un inquilino. En el amor siempre le fue mal, entregó su corazón cada tres minutos y cada cinco lavó, sacudió y planchó su percudida dignidad. Siempre pensó que una de cada diez le correspondería pero nunca fue así, rebasó las leyes de la estadística y destrozó los principios de la probabilidad. Sí quería sexo le hubiera prestado a mi esposa, si quería amor le hubiera dado a mi hija. Habría sido más fácil que se ganará la lotería a que alguien se pudiera dar cuenta de sus necesidades afectivas.
Aparentó ser un tipo normal, burócrata consumado y consumido, un trabajo en el que nunca cupo, su personalidad tímida fue siempre en contra de los principios serviciales de aquellos trabajadores de gobierno, siempre entregó a tiempo sus encargos y atendía a las personas con una prodigiosa amabilidad, una verdadera rareza en ese campo laboral.
A sus cuarenta años permaneció soltero y al parecer sólo durmió rodeado de algunos gatos que recogió de la calle. Siempre comió en la fonda de la esquina y nunca se le conoció sirvienta o algo parecido. Su corbatas eran únicas e inigualables, por ratos pienso que le costó mucho trabajo encontrar modelos tan feos y repugnantes que no ayudaron a su imagen de letrado trabajador de gobierno.
Siempre caminó encorvado, sus pocos y relamidos cabellos simulaban fideos escurridos. Sus pantalones cortos y ajustados mostraban sus piernas flacas y prominentes tobillos que eran cubiertos parcialmente por unos pequeños calcetines de marca. Su reloj de oro con incrustaciones de diamantes parecía un juguete de mala calidad en esa frágil y menuda muñeca. Las cadenas de oro que colgaban de su cuello parecían meros artificios de fantasía. Todo en él era tan impersonal que nunca llamó la atención ni mereció ser comentado por alguien, hasta hoy.
Pensó que su castigo era vivir y morir a medias, tantas alternativas que utilizó y nada le funcionó. Si me hubiera dicho que se quería morir, con mucha alegría lo hubiera asesinado, no por gusto ni por odio, sino por caridad. Si me lo hubiera dicho antes de arrojarse a mi automóvil, me habría ahorrado tantos problemas con la policía, no estuviera durmiendo en una celda fría y húmeda, rodeado y expuesto a tantos malandrines, habría aprovechado la eficacia y la eficiencia de la policia para huir. Lo único que el imbécil logró fue joder mi vida con su salvación, al menos tuvo la certeza de que algunas personas aparte de mí lo recordarían, ahora lo recuerdo, creo que fue un mal vecino, sí un mal vecino, un cadáver con bonitos automóviles que no sirven para nada como él.
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